martes, 18 de mayo de 2010

Mi cabaña, Mi universo

Pasé centurias tratando de encontrar un lugar lejos de la oscuridad y el miedo, un pedacito de terreno donde pudiera lavar mi corazón para comenzar una historia blanca como la nieve recién caída, donde me cegaran luces francas como las miradas ausentes.

Con brújula en mano e incontables heridas, atravesé infiernos. Me sangró más el alma y hasta la luna partida en dos lloraba desconsolada, ¿o tal vez se burlaba? Nunca sabré pero de cierto, ella seguía altiva brillando para todos excepto para mí.

Deambulé en desiertos sin oasis, donde gitanos embrujaron mi aliento y me robaron la risa de un niño, la mermelada de unos labios y una madrugada llena de agua y pájaros. Mendigué con harapos una sonrisa pero nadie me miraba, era un fantasma, era los trozos de lo que fui alguna vez, las cenizas de una página dorada.

Desterrada, despreciable, fui intocable, incolora, invisible, extraña para el mundo y ajena de mi propia carne. Bajo atardeceres sin fuego, miraba desde las montañas con nostalgia, el pueblo que escuchó mi última carcajada mientras le daba la espalda para no volver y encontrar mi propio palacio.

Dunas, sed, hambre, llagas, desolación, ardor, soledad, lágrimas saladas, crepúsculos de olvido. La NADA. Soñé en lo que nunca tuve y que sin embargo, moldeaba mis ilusiones: una ventana en el cielo, una flor carmesí y la paz de mi corazón.

Desfallecí, agoté mis últimas fuerzas y entre delirios, lo vi a lo lejos.

Él corrió hacia mí.

Ya lo conocía, ya lo había visto antes, pero nunca había escuchado que emprendiera carreras y menos siendo Yo el motivo.

Corría como si el tiempo se acabara, como si entendiera mi condición moribunda. Corría así de hermoso, con sus ropas limpias, blancas como la historia que había anhelado, resplandeciente como los faros inexistentes que anhelé tanto en aquella oscura inmensidad. Jadeando entonces, se acercó a mí.

Él me miró.

Sus ojos desbordaban ternura y compasión. La sonrisa que se dibujó minutos después en su rostro fue más cálida que el astro rey en verano. Pero no quemó, sólo desheló mi alma llena de escarcha.

Él me tocó.

Sus brazos rodearon mi cuerpo, este cuerpo que creí imperceptible, que por tanto tiempo había sido intocable para muchos. Me abrazó tan profundo que borró todos mis años invisibles y entonces existí en Él y para Él.

Él me habló.

Susurrando me dijo “Te estaba esperando. Bienvenida a casa”. Me regaló la estrella de la mañana y la paz de la aurora, y momentos después me llevó a una modesta casa junto al mar, me preparó un baño caliente y me dio de comer.

Hasta hoy, a aquella cabaña la llamo “Hogar” y a Aquél que me salvó… lo hice Mi Universo.

Él me amó.


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