Por Emma Bombeck
Si pudiera vivir mi vida de nuevo, hubiera hablado menos y escuchado más.
Hubiera invitado amigos a cenar, aún si el tapete estuviera manchado y el sofá descolorido.
Hubiera comido palomitas de maíz en la sala “nueva” y me hubiera preocupado menos de la suciedad cuando alguien hubiera querido encender el fuego de la chimenea.
Hubiera dedicado tiempo a escuchar las divagaciones de mi abuelo acerca de su juventud.
Nunca hubiera insistido en que subieran las ventanas del carro en un día de verano sólo porque estaba recién peinada.
Hubiera quemado la vela con forma de rosa antes de que se empolvara en el almacén.
Me hubiera sentado en el césped con mis hijos y no me hubiera preocupado por mancharme.
Hubiera llorado y reído menos mirando la televisión; y llorado y reído más mientras miraba la vida.
Me hubiera acostado cuando estaba enferma, en vez de pensar que la tierra se detendría si yo no estaba de pie y trabajando ese día.
Nunca hubiera comprado nada algo sólo porque fuera práctico, estuviera limpio o tuviera garantía de por vida.
En vez de tratar de saltarme 9 meses de embarazo, hubiera valorado cada momento y creído que el sentir vida dentro de mí era la única oportunidad que yo tendría de ayudar a Dios a crear un milagro.
Nunca hubiera dicho a mis hijos cuando me besaran con euforia “Después, ahora lávate las manos y ve a cenar”. Lo hubiera cambiado por más “Te amo” y “Perdóname”.
Pero sobre todo, si tuviera otra oportunidad de vivir, hubiera aprovechado cada instante, me hubiera detenido a admirar y vivir cada instante, para tomarlo y no devolverlo nunca.
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