A Miguel cuando era niño...
He llegado a la conclusión que todos tenemos una rosa en algún lugar entre millones y millones de estrellas, muy parecida a la que tenía aquel niño de cabellos de oro, que siempre reía y nunca respondía preguntas.
Tienes una flor que germinó un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, que confundiste con un extraño baobab, y que tú vigilaste desde el primer día al notar que aquella ramita era muy diferente a las que conocías.
Sí, sabes de lo que hablo: una flor no muy modesta pero conmovedora, coqueta y presumida pero adorable, ingenua y tan débil que se defiende como puede y que se cree muy terrible por tener cuatro espinas, y sin embargo nunca ha dejado de ser infinitamente hermosa.
Una flor, que te han dicho que no es importante porque es “efímera”, pero que tú ni siquiera utilizas esa palabra rebuscada porque para ti, tu flor, es totalmente atemporal.
Una flor a la que has regado cuando te lo pide, con tus lágrimas de ser necesario; a la que has dedicado tu tiempo y amor; a la que has protegido con biombos de las corrientes de aire y a la que muchas veces ha sido mejor no hacer caso, sino sólo mirar y oler y esperar que perfume tu espacio.
Una flor a la que guardas el más profundo sentido de fidelidad, y que resplandece en ti como la llama de una lámpara incluso cuando duermes, una flor a la que tú has domesticado y ella misma te ha domesticado.
Yo, por mi parte, sé de una flor única en el mundo que no existe en ninguna parte más que en mi planeta y lo embalsama todo y lo ilumina todo. Y cuando miro las estrellas que tintinean como millones de cascabeles, puedo decir satisfecha “Mi flor está allí, en alguna parte…”
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